En un momento grave de su vida, loca de angustia, y sin saber exactamente lo que hacía, Beatriz Ayllón consintió en posar desvestida ante un pintor que conoció casualmente aquella misma noche, y a quien creía que jamás volvería a ver. El dinero que recibiera por una tarea que repugnaba a su pudor, sirvió para salvar la desesperante situación económica de su familia; y así el abuelito ciego pudo seguir viviendo en el Pazo de sus mayores, cuyas paredes familiares hacían menos penosa su ceguera. Beatriz creyó enterrada para siempre su locura de una noche, locura que todos los suyos ignoraban. Sin embargo, no podía olvidarla. El recuerdo la martirizaba de tal modo que había llegado a convertirse en verdadera obsesión. No lograba apartar su pensamiento de EL HOMBRE DE AQUELLA NOCHE —pues ni siquiera sabía su nombre—, pasando continuamente del rubor y el desprecio de sí misma, al odio y los deseos de vengarse de quien se sentía humillada. Cierto día el destino volvió a ponerlos frente a frente, y el pintor, dispuesto a todo con tal de dar fin a la obra que aquella noche quedara sin terminar, entró en el Pazo con nombre supuesto, intentando que el odio de su improvisada modelo se trasformara en amor.